La cuarta pared

Rascainfiernos

Una casa sin ventanas enterrada y oculta en el jardín trasero de uno de los grandes genios de la arquitectura

Desde que soy muy pequeño, tanto como hasta donde me alcanza la memoria, he sentido una cierta atracción hacia ciertos edificios que veía de forma recurrente en mis periódicas visitas a Madrid y Segovia. Año tras año transitábamos por los mismos sitios, observando por la ventanilla del coche los distintos hitos que hacían posible no perder la noción del tiempo en eternos viajes de más de 8 horas. El cerro de los Ángeles, epicentro de la geometría nacional, el pirulí de Torre España, el paso bajo la grada del difunto Vicente Calderón, el Scalextric de Atocha… todos indicaban de forma irrefutable que llegar, llegábamos.

De estas marcas del reloj de viaje, había una por la que sentía una especial atracción, a medio camino entre el pavor y el morbo. Ya pasado el arco de la Victoria de Moncloa, rumbo al puerto de Navacerrada por la autopista de la Coruña, asomaba entre la espesura boscosa de la Ciudad Universitaria un extraño habitante de hormigón de forma circular y espinosa. Por su aspecto, me imaginaba que sería una especie de tribunal en el que se ajusticiaba tras agotadoras sesiones de tortura en las mazmorras de sus sótanos a malvados reos. El caso es que nunca preguntaba cuál era la función de ese singular edificio que hacía volar mi imaginación y que en más de una ocasión aparecía en algún que otro sueño de los de despertarse con el corazón acelerado.

Más tarde, cuando empecé a interesarme por la arquitectura, indagué y descubrí que esta “joya” del brutalismo nacional, conocida como la corona de espinas, era obra de Fernando Higueras. El mismo arquitecto del edificio de las jardineras de hormigón de la Calle Alberto Aguilera, que tanto llamaba mi atención cuando salía de la parada de metro de San Bernardo. La geometría radial, su estructura descarnada y volada, la potente luz cenital a través de su óculo central hasta el nivel de la biblioteca y su sección anular lo convierten en un atemporal tributo a la audacia. Lo de menos es el uso que alberga, pues ha tenido diversos habitantes que para decepción personal, ninguno de ellos incluía sesiones de juicios sumarios con togados de largas pelucas.

Pues este peculiar artista, pasó los últimos 30 años de su vida en un bunker autoconstruido en el jardín trasero de su casa. Una autentica casa cueva de dos niveles soterrados, sin ventanas, de planta cuadrada y con un gran lucernario esquinado por el que la luz inunda los espacios creando una atmosfera única, cálida y confortable. Sobriedad, modestia y excentricidad propias de un genio olvidado.

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