Nunca jamás

Si alguno de estos alumnos leyera a James M. Barrie, descubriría que el País de Nunca Jamás no existe

T E han contado que una profesora de primero de la ESO, la semana pasada, iba por un pasillo del centro educativo con gesto de desesperación, mientras musitaba que tiraba la toalla, que ya no podía más, que no merecía la pena. Que ni saberes básicos, ni competencias específicas, ni situaciones de aprendizaje: que cuando no existe el interés, ni las ganas, ni la expectativa, cualquier planteamiento que hagas en el aula cae en saco roto, desgarrando el alma de quien ha hecho el esfuerzo de conducir y reconducir el proceso que trata de llevar al conocimiento y a la capacidad. Y hablando con una amiga, se lamentó de que ya no sabe qué inventarse en su grupo de tercero de diversificación curricular, que son pocos, si, pero entre los que no les importa nada de lo que digas o hagas, los que no pueden seguirte porque su nivel curricular es tan bajo que cualquier cosa que plantees es un mundo, y los que vienen un día si y tres no, por lo que siempre están despistados, y empieza de nuevo con ellos cual Sísifo empujando la piedra, concluyendo que para piedras, los zangolotinos de los que se rodea quince horas cada semana, en un bucle infinito de fracaso y desesperanza.

Si alguno de estos alumnos leyera a James M. Barrie, descubriría que el País de Nunca Jamás no existe, y que Peter Pan finalmente crece y tiene que afrontar problemas de adulto, que en algún momento ellos también tendrán que asumir la responsabilidad de sus actos, que la juventud tiene que disfrutarse, por supuesto, pero que la vida te va llevando inexorablemente hacia la madurez. Y cuando te vienes a dar cuenta, nada sabes, para nada eres capaz, nada tienes que aportar a la sociedad, y los castillos de naipes construidos sobre las redes sociales, retocados con el photoshop que muestra como verdad lo que no es más que distorsión de las imágenes, se derrumban a tu alrededor, llevándose por delante tu futuro. Y entonces piensas que quienes deberían conocer lo que les conviene a nuestros jóvenes son sus progenitores, que al fin y al cabo, son los que los han traído a este mundo, increíblemente bello, pero también frío y duro. El problema es que, en muchos casos, son estos padres los niños perdidos, y aunque Barrie proponía no dejar nunca de soñar, la realidad es tozuda, y se encuentran sin armas para establecer los principios y reglas que orienten la vida de sus hijos, que es lo que de verdad importa.

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